Eran los hombretones con sus ropas de fajina transpiradas que cargaban a hombro bolsas de verduras y frutas, y la exudación se mezclaba con la acidez que despedían las bolsas de cebollas. Eran el ruido y el trajín de los viejos Abastos, que empezaron —muchos de ellos— escribiendo una línea en la historia de la fundación mítica de las grandes urbes. Y los carritos transportadores, las furgonetas que, traqueteando, entraban vacías y salían cargadas. “¡Pibe, metele con esa bolsa!”, apuraba un puestero a un peón.
Era el Mercado del Productores y Abastecedores de la ciudad, tan al norte que el mapa se reclina hasta que parece que se cae, una tarde de martes. Y allí, en todo ese movimiento, un grupo de voluntarios pasaba puesto por puesto preguntando si había alguna verdura o fruta que se podían llevar. Esos voluntarios son “rescatistas” de alimentos, y nunca mejor puesta esa definición de lo que son. Integran el Banco de Alimentos Santa Fe, y se dedican a recuperar alimentos que han perdido valor comercial (que no llegan a las góndolas), pero que mantienen intacto el valor nutricional.
En el mundo, un tercio de los alimentos que se producen se desperdicia, según Naciones Unidas. El número de personas que padecen hambre en el mundo continúa en aumento: alcanzó los 821 millones en 2017, según el informe “El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo 2018” (FAO/ONU). Más de 150 millones de niños sufren retraso del crecimiento por falta de comida. Los rescatistas santafesinos recuperan en promedio 500 kilos de alimentos (verduras y frutas) por semana. Si no los recuperaran, irían a la basura.